Chorros de agua descendían inclementes. Una espesa oscuridad inundaba las calles de Cali. Personas corrían en todas las direcciones, tratando de llegar a sus casas, o al menos encontrar un techo que cubriera algún anden, o a un piadoso que cediera parte de su antejardín.
Es claro que la ciudad colapsa ante un aguacero. Trancones, buses llenos, taxis ocupados, gente encerrada en sus casas por temor a unas cuantas gotas de lluvia.
Pero aquella joven trigueña esta vez no podía refugiarse, no podía quedarse en su hogar, ni mucho menos disfrutar de una deliciosa siesta entre las cobijas de su cama. Con una camiseta blanca, una lycra negra, unas chanclitas oscuras, y con una bamba y una diadema que recogían su cabello crespo, esta joven estaba de pie con un vientre que ya no daba espera. Se encontraba en el separador de la Avenida Simón Bolívar, a la altura de la entrada principal al barrio 7 de Agosto, tratando de abordar un bus que la llevara a San Luís.
En la Pance 4 ya no cabe un alma más. Al parecer, todos con el afán de cubrirse de la lluvia han decidido irse a sus casas, subirse a como de lugar en las pocas busetas que transitan repletas los domingos, para así poder culminar esta fría noche con su salud intacta y la ropa seca.
El asadero de Pollos Cali y Cali esta vez ofrece además de sus servicios, un buen techo para cubrirse del agua mientras cesa la tempestad. Por eso se convierte en punto clave para dos mujeres que deciden bajarse de la Pance 4, permitiendo airear un poco el congestionado ambiente que se vivía dentro de la busetica. Ella, aprovecha la parada y con voz entre cortada y fuerte respiración le dice al conductor a través de la ventana:
-Vea, usted me puede llevar por mil?
- hágale mija, pero súbase, súbase, que no podemos esperar…
Su impresionante barriga hace que sus delgadas piernas se vean incapaces de soportar tanto peso. Pero torpemente logra subir los tres escalones de la buseta, y ubicarse de pie al lado de la primera silla. Cabe recalcar que todo el bus estaba lleno, había gente hasta la puerta, pero todos permitieron que la mujer se ubicara al menos dentro del pasillo. En la silla una mujer de unos 50 años, con rasgos indios, pantalón negro y camisa café mira la embarazada e ignora su presencia, tal vez piense que eso no es suficiente para cederle el puesto.
Ahora sí, ante el evidente sufrimiento de la mujer, la cincuentona decide cederle el puesto. Se pone de pie y se hace junto a ella, pero la joven aunque le agradece, no se cree capaz de poderse sentar.
La indiferencia de los hombres que iban en el bus era ridícula. En sus caras se reflejaba la tranquilidad y la frescura con que asumían el hecho, tal vez sería el desconocimiento lo que les impedía comprender lo que estaba sucediendo. Por su parte, las mujeres, en su mayoría entre los 45 y 55 años, miraban con calma, pero atentamente a la joven, como si su experiencia les dijera “eso no es tan grave”, “de eso no se va a morir” o “por ahí pasamos todas”.
Ella trata de cogerse el vientre, como si sostuviera toda la barriga para que el bebé no le diera por salir en pleno bus. Pero eso no vasta. Cambia de posición y se hace de frente a uno de los pasajeros. Tampoco le vale ese lugar. Su respiración cada es más fuerte, más constante, casi rítmica, entonces toma en consideración el sentarse en la silla que aún sigue vacía y que la cincuentona le cedió hace un par de minutos. Con un brazo se detiene de una barra metálica, con el otro de una de las sillas de al lado, y con sus piernas abiertas y su espalda erguida decide bajar lentamente hasta que sus nalgas descansan en el sillón. Inmediatamente siente que esta postura amenaza con la salida del bebé y le aumentan las contracciones, así que con toda la rapidez que puede, se para y opta por retomar la posición inicial.
Una de las mujeres suelta un comentario al aire, uno bastante impertinente, típico de vieja chismosa: “y ¿por qué vino sola?, ¿por qué mejor no cogió taxi? Era evidente que esas preguntas no eran las más adecuadas para el momento, y muy seguramente eran las que menos quería responder la joven, que se subió al bus sola, a punto de dar a luz, a duras penas con mil pesos en su mano (porque ni bolsillos tenia) y sin una pañalera o un maletín en el que estuvieran los utensilios para darle la bienvenida al bebé.
Han pasado alrededor de unos cinco minutos y la joven no cree que pueda soportarlo más, y mostrando cara de piedad y voz de súplica dice: “por favor, será que ustedes me pueden colaborar con lo del taxi?” La petición es atendida, mujeres y hombres (más mujeres que hombres) le pasaban billetes y monedas a la joven mientras ésta dejaba extendida su mano derecha.
─ Pero ¿será que con esto me alcanza?, voy para el hospital de San Luís.
─ Venga yo le cuento ─ la joven entrega el dinero mirando atentamente el conteo─ mil, dos mil…, cuatro mil…, seis mil…, ocho mil pesos. Vea tiene ocho mil pesos. Con eso le alcanza y hasta le sobra ─ le dijo una de las pasajeras, que honradamente contó el dinero en voz alta y a los ojos de todos para que no hubiesen mal entendidos.
Ella, toma nuevamente el dinero y se lo enrolla en su puño derecho. Ahora todos los pasajeros tratan de hacerle entender al chofer que debe detener prontamente el bus para que la mujer pueda bajarse y abordar un taxi con urgencia. Pero parece inútil. El conductor que por lo visto no se ha enterado de lo acontecido, está concentrado en pelear con otra buseta para saber cuál llegará primero. Hasta que por fin, y cerca de lo que era la glorieta del Alfonso López, (hoy un mar de escombros, tierra y plástico verde), la Pance 4 se detiene un momento en su camino. Los pasajeros que también están de pie le abren paso a la enorme barriga, mientras tanto, una mujer grita desde el último puesto “hay alguien de los de adelante que se puedan bajar y la acompañen a coger el taxi?” El hombre que estaba a la orilla de la puerta la ayuda a bajar, pero cuando ella posa sus pies sobre el asfalto, la buseta arranca, dejándola sola, en medio de la lluvia y con un vientre a punto de estallar.
La misma mujer del último puesto, que pidió la ayuda para bajar a la embarazada, ahora abre la ventana, saca su cabeza y trata de gritarle a un grupo de jóvenes que están cerca del lugar, para que colaboraran con la causa, pero esos gritos parecieron inútiles.
El bus se retiró, y por el vidrio trasero, sucio y empañado, poco a poco se va alejando la imagen de la mujer trigueña con sus manos sobre su pronunciado vientre.
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